
La escritura automática como técnica literaria se hizo muy popular entre los surrealistas. Consiste en dejar fluir la conciencia sin hacer caso a los pensamientos conscientes.
La escritura automática como técnica literaria no es literariamente como surgió. Se empieza realizar este tipo de forma de creación durante el siglo XIX para intentar contactar con el Más Allá. La realizaban las médiums, que dejaban entrever a sus clientes que el espíritu con el que querían contactar entraba en ellos y escribían a través de su mano lo que deseaba transmitir a sus seres queridos.
Una práctica que ya persiguió Houdini y defendió Conan Doyle, grandes amigos antes de que el primero se sintiera estafado por el segundo en una sesión de espiritismo en el que el mago intentaba contactar con su madre fallecida.

¿Qué tiene de bueno la escritura automática?
No hay coerción moral o social, no hay corrección posterior y, por supuesto, no hay barreras (a ver quién es capaz de poner barreras al deseo).
Sus principales defensores fueron André Breton y, como ya hemos dicho, los surrealistas en la primera mitad del siglo XX, pero desde entonces mucho ha perdido de credibilidad esta forma de crear. Bien es cierto que no siempre el resultado es literariamente de calidad, pero también es cierto que siempre es sorprendente porque te hace ver qué guarda el subconsciente, el tuyo, el de otros/as, el de cualquiera que se interne en esta manera de ver la literatura.
Yo he hecho un ejercicio escuchando una canción (la música para mí es lo más catártico que existe) de Vanesa Martín. Os dejo el enlace para que escuchéis la canción a la vez que leéis el texto. Os recomiendo leerlo más de una vez, hasta que acabe la canción. https://www.youtube.com/watch?v=GoUoYkbFSl0
No es la primera vez que practico esta forma de escribir.
Habrás notado que ya no río.
Quién sabe si te habrás preguntado, como quien pregunta al aire: «¿Qué pasó para que se rompieran los cristales que nos envolvían?».
Y de hacerme fuerte crecí por dentro.
Creí que mentías porque siempre miente quien dice que ama y esconde las alas y se arranca el corazón y escupe el alma que bebía en almohadas ajenas.
Pensé que moriría uno y otro día. Pensé que la culpa existía en los silencios. Pensé que marcharme era prenderme en un fuego eterno.
Destrocé mis dedos contra el sonido perpetuo del teléfono que tiembla junto a este pulso que se muere poco a poco.
Y ya no duele hacerme vacío intenso. Porque amanezco cada día y sé que hay oportunidades para ser de nuevo.
Haré la guerra tantas veces como haga falta para sentir mi piel encendida ante la nevera o en el fuego fatuo de unos labios que ni siquiera sabrán mi nombre.