EL POETA RENIEGA DEL POEMA
“Pero tú haces versos”, decís.
Pensáis que el ditirambo puede zurcir
esta herida que penetra en mi costado.
Sin embargo, os digo que, mientras vosotros
lloráis en el dulce calor de vuestro lecho,
yo me arranco la aorta y escribo
con la sangre que gotea sobre el papel.
Ayer salí al invierno,
donde un autobús recogía esta misma sangre que nos viene sobrando.
Dicen que de mis deshechos hematíes puede nacer una vida que no es metáfora.
No. Mis venas están secas.
Lo dice una mujer que porta una jeringuilla entre los dientes. Me señala y se ríe. Es una pesadilla. Escondo mis huellas dactilares, pero de nada sirve ante la verdad que se cierne sobre nosotros.
Pretendéis hacerme creer que soy diferente,
que he de ser feliz aunque me arranquen los ojos.
La mano que me mece, es la misma que me acalla,
que me hunde en el barro, que me impide ver con claridad más allá de mí mismo.
Esta mano, la mía, ya no quiere seguir viviendo,
y a mis dedos les cuesta tanto respirar…
Escucho esa otra voz que me habita c
cuando decido que la noche debe conducirme al sueño,
pero es mentira. Ayer me golpeaba el pecho y
me lamía la boca y ahora, mientras escucho la Sheherezade de Korsakov,
me dicta despacio la prisa que le supongo al miedo eterno.
Ésa, la que resuena, no en la Scalla de Milán,
sino en las podridas paredes de mi habitación azul,
es la voz a ti debida.